Cosas bonitas


me gusta desayunar leche con Nesquik y cereales Fibre Flakes de Dia
todos los días


me gusta este juego de cerámica de la exposición "Artel.
Arte de Uso Diario (1908-1935)", del MUVIM


me gusta la ver el sol reflejado en los charcos desde mi terraza

me gusta este fotograma de The Music of Regret de Laurie Simmons,
y me gusta Meryl haga lo que haga


me gusta nuestro huertecito de la terraza de atrás


me gusta comer en la habitación de chica
viendo Samantha Who?



me gusta probar bebidas nuevas con packagings bonitos

Bambi y su nueva mamá



Como muchos sabréis, el momento más glorioso de los domingos a mediodía en la capital del Turia es la rapiña post-rastro. El caso es que el rastro de Valencia es pequeño, cutre y limitado en comparación con el de Madrid o Els Encants en Barcelona, pero en su cutrez alberga la esencia rastril, es decir, su caracter puramente efímero y transitorio.

Y es que en el rastro de Valencia lo que no se vende, se tira. ¿Quién va a comprar basura cuando sabe que esa misma basura será gratuita a eso de las dos? Cierto es que este argumento es sólo válido para los montoncitos de trastos variados -y no para los contados puestos de objetos "de valor" o mínimamente especializados- y para aquellos objetos que hayan superado la criba pre-rapiña, o, lo que es lo mismo, la compra y la destrucción. En esta última fase, he llegado a ver verdaderas atrocidades: revistas de principios de siglo rotas en pedazos, cuadros rajados, niños de siete años atizando con una plancha una vajilla setentera... O mío o de nadie, esa es la actitud. Luego están los que, ya en plena rapiña, se ubican junto a un montón abandonado e intentan venderte a euro lo que tú ya estás a punto de llevarte por la patilla. Algunos te amenazan con un palo, pero es cuestión de imponerse sobre el caos -o de disponer de un palo de mayor tamaño-. Lo que es de todos es de todos, y punto. Yo he rescatado verdaderas maravillas. Bolsos, maletas, revistas, cuadritos y, sobre todo, millones de libros. Eso sí, lejos quedaron aquellos tiempos de rapiña indiscriminada, de ediciones mediocres de Pedro Antonio de Alarcón y el Marqués de Sade -que ahora descansan en mi caja de libros para donar a la biblioteca-, ahora sólo lo fabuloso se vuelve conmigo a casa.

El domingo me puse toneladas de colorete y protector solar para ir a darlo todo al parking del Mestalla -ahí es donde ponen el rastro, y donde se lleva a cabo mi contacto más próximo con el equipo local-. Hacia las tres de la tarde, volvíamos hacia casa con un par de dinosaurios de boca abierta -David los colecciona y es lo único por lo que pagó, 1 €, para ser más exactos-, un cuadrito con una lámina de mariposas, una guía Michelín francesa de 1967, un puñado de botones bonitos y -tachán!- el que ya es el más mágico de todos mis hallazgos callejeros. Esta cabeza de Bambi sacada de algún tiovivo o similar es, con diferencia, lo mejor que he encontrado nunca en el agujero de un árbol. Obvié el pipí potencial y el dedo de roña que lo cubría y lo cogí para pasearlo con orgullo de camino a casa. Después de una sesión de spa, es el cervatillo más amigable del mundo. Aún no tiene ubicación fija, pero ya es el rey de la casa.



La heterodoxia de las sillas


De un tiempo a esta parte me encuentro fascinada por las sillas y las posibilidades que éstas esconden más allá de su función asentadora. Me gustan las sillas-mesita de noche, las sillas-estante, las sillas-escalera e, incluso, las sillas-sillas. Estas últimas, las sillas del desinterés Kantiano, las sillas por sí mismas, me gustan a pares y son, quizás, las más bonitas de todas. Me gustan las mesas de veinte comensales acompañadas de veinte sillas diferentes, me gusta la heterogeneidad y la descoordinación cromática.

Desde que me mudé a Valencia, no he dejado de vagar por las calles al acecho de sillas fabulosas en busca de una segunda oportunidad. En Barcelona, el martes de los trastos era garantía segura de felicidad y descubrimiento. Aquí os muestro una de nuestras sillas, adoptada por David para mi entonces recién nacido tocador. Tiene las patitas torcidas, pero soporta mi peso la mar de bien.



En Barcelona se tira para renovar, en Valencia sólo se desecha lo decrépito. Ventajas y desventajas del crecimiento irregular de la burguesía en el siglo XIX -algunos dicen que han visto divanes modernistas por la zona alta, yo no he sido tan afortunada-. Lo cierto es que los contenedores valencianos ya no son lo que eran. Cuando éramos jovenzuelos, y no teníamos casa propia, llorábamos encuentros fortuitos con sillones esplendorosos de los que ya no se encuentran por las calles. La crisis ha llegado hasta aquí, y nosotros, los rastreadores de tesoros basureros, nos tenemos que resignar.

El sábado, con lluvia y todo, encontré esta silla que me pareció preciosa, y, arrebatada por el hallazgo, ordené a David que la cogiera y la subiera a casa -yo iba muy guapa y no me quería manchar, juju...-.



Reconozco que contradije mi más sagrada norma basuril: nada de tejidos, y mucho menos mojados. Me horroriza limpiar tapizados y demás telas dependientes porque sé que la desinfección total es una utopía. Y me da grimilla. La de bolsos del rastro que me he cargado por querer limpiar demasiado. Pero esta silla me sonrió y pensé que ya era hora de embarcarme en el fabuloso -y aún desconocido para mí- mundo del retapizado. Me encantan los Before and After de Design Sponge. Un nuevo proyecto para la mujer dispersa!!

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