Como muchos sabréis, el momento más glorioso de los domingos a mediodía en la capital del Turia es la rapiña post-rastro. El caso es que el rastro de Valencia es pequeño, cutre y limitado en comparación con el de Madrid o Els Encants en Barcelona, pero en su cutrez alberga la esencia rastril, es decir, su caracter puramente efímero y transitorio.
Y es que en el rastro de Valencia lo que no se vende, se tira. ¿Quién va a comprar basura cuando sabe que esa misma basura será gratuita a eso de las dos? Cierto es que este argumento es sólo válido para los montoncitos de trastos variados -y no para los contados puestos de objetos "de valor" o mínimamente especializados- y para aquellos objetos que hayan superado la criba pre-rapiña, o, lo que es lo mismo, la compra y la destrucción. En esta última fase, he llegado a ver verdaderas atrocidades: revistas de principios de siglo rotas en pedazos, cuadros rajados, niños de siete años atizando con una plancha una vajilla setentera... O mío o de nadie, esa es la actitud. Luego están los que, ya en plena rapiña, se ubican junto a un montón abandonado e intentan venderte a euro lo que tú ya estás a punto de llevarte por la patilla. Algunos te amenazan con un palo, pero es cuestión de imponerse sobre el caos -o de disponer de un palo de mayor tamaño-. Lo que es de todos es de todos, y punto. Yo he rescatado verdaderas maravillas. Bolsos, maletas, revistas, cuadritos y, sobre todo, millones de libros. Eso sí, lejos quedaron aquellos tiempos de rapiña indiscriminada, de ediciones mediocres de Pedro Antonio de Alarcón y el Marqués de Sade -que ahora descansan en mi caja de libros para donar a la biblioteca-, ahora sólo lo fabuloso se vuelve conmigo a casa.
El domingo me puse toneladas de colorete y protector solar para ir a darlo todo al parking del Mestalla -ahí es donde ponen el rastro, y donde se lleva a cabo mi contacto más próximo con el equipo local-. Hacia las tres de la tarde, volvíamos hacia casa con un par de dinosaurios de boca abierta -David los colecciona y es lo único por lo que pagó, 1 €, para ser más exactos-, un cuadrito con una lámina de mariposas, una guía Michelín francesa de 1967, un puñado de botones bonitos y -tachán!- el que ya es el más mágico de todos mis hallazgos callejeros. Esta cabeza de Bambi sacada de algún tiovivo o similar es, con diferencia, lo mejor que he encontrado nunca en el agujero de un árbol. Obvié el pipí potencial y el dedo de roña que lo cubría y lo cogí para pasearlo con orgullo de camino a casa. Después de una sesión de spa, es el cervatillo más amigable del mundo. Aún no tiene ubicación fija, pero ya es el rey de la casa.
Y es que en el rastro de Valencia lo que no se vende, se tira. ¿Quién va a comprar basura cuando sabe que esa misma basura será gratuita a eso de las dos? Cierto es que este argumento es sólo válido para los montoncitos de trastos variados -y no para los contados puestos de objetos "de valor" o mínimamente especializados- y para aquellos objetos que hayan superado la criba pre-rapiña, o, lo que es lo mismo, la compra y la destrucción. En esta última fase, he llegado a ver verdaderas atrocidades: revistas de principios de siglo rotas en pedazos, cuadros rajados, niños de siete años atizando con una plancha una vajilla setentera... O mío o de nadie, esa es la actitud. Luego están los que, ya en plena rapiña, se ubican junto a un montón abandonado e intentan venderte a euro lo que tú ya estás a punto de llevarte por la patilla. Algunos te amenazan con un palo, pero es cuestión de imponerse sobre el caos -o de disponer de un palo de mayor tamaño-. Lo que es de todos es de todos, y punto. Yo he rescatado verdaderas maravillas. Bolsos, maletas, revistas, cuadritos y, sobre todo, millones de libros. Eso sí, lejos quedaron aquellos tiempos de rapiña indiscriminada, de ediciones mediocres de Pedro Antonio de Alarcón y el Marqués de Sade -que ahora descansan en mi caja de libros para donar a la biblioteca-, ahora sólo lo fabuloso se vuelve conmigo a casa.
El domingo me puse toneladas de colorete y protector solar para ir a darlo todo al parking del Mestalla -ahí es donde ponen el rastro, y donde se lleva a cabo mi contacto más próximo con el equipo local-. Hacia las tres de la tarde, volvíamos hacia casa con un par de dinosaurios de boca abierta -David los colecciona y es lo único por lo que pagó, 1 €, para ser más exactos-, un cuadrito con una lámina de mariposas, una guía Michelín francesa de 1967, un puñado de botones bonitos y -tachán!- el que ya es el más mágico de todos mis hallazgos callejeros. Esta cabeza de Bambi sacada de algún tiovivo o similar es, con diferencia, lo mejor que he encontrado nunca en el agujero de un árbol. Obvié el pipí potencial y el dedo de roña que lo cubría y lo cogí para pasearlo con orgullo de camino a casa. Después de una sesión de spa, es el cervatillo más amigable del mundo. Aún no tiene ubicación fija, pero ya es el rey de la casa.
diosmio! que gran relato, me pregunto que tiene por dentro (x q ninguna foto lo enseña) y ahi es donde mas bacterias crecen xDD
ResponderEliminarpd: te imaginas q tiene unas camaras en los ojos o algo!
ai sara, el de arriba soy yo que estaba logueada la cuenta de mi hermana >_<
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